Siena. La ciudad se abre ante nosotros, con todo su esplendor. Grande y rodeada por una muralla. Mucha vueltas, ya que nuestro despiste por admirar sus jardines y palacios nos hacia desviarnos de nuestro camino. Pero ya se hacia constumbre hacerlo. Llegamos a una plaza en lo alto donde se divisaba su catedral blanca y negra. Su barrio antiguo y una plaza que parecia el patio de un circo a punto de salir los leones. Por fin y dando mas vueltas, logramos encontrar la puerta por la que entrar a la zona peatonal y encontrar nuestra habitación. Esta vez el hotel era el Camerino de Silva. Una casita toscana con su jardin en medio del centro de Sienna. Grande, de techos altos, habitación muy coqueta y un jardin donde pasear de la mano al atardecer, cuando el sol baja y se queda jugando con las montañas. Los atardeceres de la toscana son de un amarillo rojizo intenso. Las calles tienen vida propia, sin poder evitar su romanticismo de sus tiendas pequeñas, sus talleres de artistas o sus restaurantes abarrotados de pasta italiana. Las luces de las calles son grandes farolas sin pie, pintadas entre diversos colores y con forma medieval. La plaza de la catedral te deja mudo, mas llegando al anochecer, siguiente la musica de una violinista. No puedes evitar quedarte sentado en los portales de las casas, escuchando sin dejar escapar detalle por su belleza arquitectonica.

Se levanta digna con su mármol blanco y negro. Desde la puerta abierta se observa un suelo muy trabajado con dibujos y muy brillante. Al final unas escaleras te llevan por unas callejuelas hasta la gran plaza de campo, semicircular, muy especial y majestuosa. Preparada para la carrera de caballos anual y rodeada de bares nocturnos donde se junta un ambiente diverso y muy disperso. Iglesias en todos los rincones, y recodos que serian bonitos plasmarlos en un cuadro o en una fotografia, para llevartelos para siempre. Absortos, la noche nos cogió con su encanto y casi luna llena. A la mañana siguiente, la cuidad recobro su vida. Sus calles llenas de gente paseando comprando o disfrutando de ese café en esa terrazilla de esa esquina escondida.



Volvimos a la campiña toscana. El sol de junio empezaba a tomar una temperatura subidita cuando llegamos al lago de Bolsena. Tranquilo, rodeado de campos y sin que la accion del ladrillo salvaje hiciese mella en sus orillas. Los patos tranquilos seguian nadando y los primeros veraneantes se tumbaban en sus orillas.

Lo rodeamos hasta llegar a Montefiascone. El castillo dominaba la vista. Un jardin, unas escaleras, una calle con rejas y otra vez inmensos con la gente de la zona. Pequeñas tiendas con lo esencial, las botellas y la fruta fuera. Las niñas jugando en la puerta de las calles donde se debian levantar cada vez que pasaba un coche.



Civita de Bagnoregio, la ciudad que se hunde. Un lugar que es pecado perderse si pasas. Cuando entras alli, si no te mueres subiendo la cuesta, es como si el tiempo se hubiese detenido. Su largo puente y empinado que solo puede cruzar andando o en moto, hace una verdadera prueba subir sus 400 metros a plenos sol. Con solo hay 8 habitantes y algun Bed abd Breakfast. Su pequeña plaza, su enredadera roja subiendo por las paredes, su iglesia… me hubiese quedado unos dias. Pero se hunde. Cuidada como una niña bonita. Los dias se nos acababan y la vuelta a casa, ya estaba aquí. Por la noche llegamos a Pitigliano. Pases donde pases por la toscana, todo es bonito, todo esta cuidado, todo es agradable

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